En un análisis muy rápido podríamos mencionar la aparición de los primeros dispositivos basados en e-Ink con enfoque hardware (Sony Reader, iRex iLiad, etc.), la llegada del Kindle de Amazon con enfoque de servicio integrado con su propia tienda, ya con una segunda generación y dos versiones en el mercado, la entrada de Google con Google Books, las alianzas de proveedores como Barnes&Noble con fabricantes de hardware como Plastic Logic o Borders UK con Elonex, la llegada de otros fabricantes (eSlick, Jetbook, Papyre, iLiber o más recientemente hasta El Corte Inglés con Inves), la batalla de los diferentes formatos, o el impacto de dispositivos multifuncionales como el iPod o el previsible tablet de Apple. Y por supuesto, los temas relacionados con la protección de contenidos mediante DRM, con escándalos como el muy reciente de Amazon por el que Jeff Bezos tuvo que pedir disculpas y que todavía dará que hablar.
La cuestión fundamental aquí es entender hasta qué punto se está siguiendo el mercado editorial una trayectoria similar a la que hemos vivido ya en el mercado de la música. Durante muchos años, se consideró que el libro estaba al margen de este tipo de temas: sí, podían encontrarse copias de libros en formato electrónico en infinidad de sitios en la red, pero su uso era sumamente marginal: el mercado opina mayoritariamente que la mejor forma de consumir un libro sigue siendo en papel. Sin embargo, a medida que el mercado avanza y la competencia va generando dispositivos y propuestas de valor más adecuadas, nos acercamos al punto sin retorno: por un lado, la experiencia de leer en formato electrónico mejora notablemente, y en algunos de sus atributos de manera especial (portabilidad, usabilidad, funciones añadidas…) y, por otro, los fabricantes de dispositivos llegan a acuerdos con proveedores de contenidos basados en una supuesta protección de éstos que ni funciona, ni funcionará (prácticamente todos los formatos tienen ya su sistema de desprotección publicado, y la cuestión tiene además manifiestas similitudes con el de la música, contando incluso con el equivalente del “agujer0 analógico“), además de introducir molestias para quien los adquiere de manera legítima y generar movimientos de protesta en los clientes.
¿Pueden las editoriales sustraerse al impacto de Internet en su negocio? Las editoriales controlan factores muy parecidos a los de las discográficas: seleccionan, producen, distribuyen y promocionan, con un impacto en resultados que en muchos casos es superior al que depende de la calidad intrínseca del producto, y ponen a disposición de los clientes únicamente una pequeña cantidad del inventario. ¿Qué parte de un best-seller viene dada por la calidad del autor y cuánta del hecho de encontrarse en todos los escaparates mediante la distribución adecuada, criticado por los mejores críticos y mencionado en todos los telediarios? Sin embargo, en función de la trayectoria que se vislumbra, mi opinión es que la trayectoria es similar. Lo que ha mantenido hasta este momento al mercado editorial fuera del impacto disruptivo de la red ha sido la presencia de determinados atributos del producto que convertía en más conveniente la lectura de un libro físico frente a su contrapartida electrónica, atributos que, además, se encontraban perfectamente arraigados a lo largo de muchas generaciones. En breve, veremos una cada vez mayor proliferación de dispositivos de lectura progresivamente mejorados que proponen ventajas sobre la experiencia de producto (portabilidad, búsqueda, diccionarios incorporados, etc.) y tendremos una generación con poco apego al papel, unida a otra que se mantiene en él por factores no racionales, sino puramente románticos (”huele a libro”, “el tacto del papel”, etc.) Por otro lado, las editoriales juegan un papel de filtros e intermediarios entre los autores y los lectores, papel por el que perciben un margen importante: el autor medio percibe entre un 8% y un 10% sobre el precio de venta, mientras que la editorial corre con los gastos de fabricación, distribución y promoción, un esquema similar en su orden de magnitudes al existente en el mundo de la música. ¿Cuánto le queda a la industria editorial para empezar a sentir impactos parecidos a los sufridos por la industria de la música? ¿Cuánto para empezar a ver autores consagrados que se editan a sí mismos? ¿O para presenciar el crecimiento de mercados paralelos de sus productos?
¿Es posible, de alguna manera, aprender de experiencias anteriores? Posible sí, pero sumamente complejo. A los ojos de la mayoría de los directivos de la industria, la solución parece casi peor que el propio problema. Las variables a tener en cuenta en un proceso disruptivo son, desde mi punto de vista, la velocidad de difusión de la innovación, la participación de los actores en el proceso, y la estructura de márgenes. Si aplicamos lo aprendido en procesos disruptivos anteriores, el secreto debería estar en adelantarse a la generalización de la innovación participando adecuadamente en ella, y diseñar una estructura de márgenes revisada que no solo resulte razonable, sino que además disuada la creación de mercados paralelos. Pero la posibilidad de convertirse en un negocio de menores márgenes y sujeto a unas reglas diferentes es algo que, lógicamente, atrae poco a los participantes de la industria, ante la imposibilidad de establecer comparaciones con algo que todavía no ha tenido lugar, de manera que, en lugar de cambiar ellos mismos, optan por intentar cambiar todo lo que les rodea, el entorno en su conjunto, recurriendo para ello a todo lo imaginable. Pero este tipo de procesos de adopción tecnológica, cuando llega su momento, tienen lugar a gran velocidad. ¿Puede un sector de gestión tan tradicional como el editorial reconocer los indicios que el mercado ya está proporcionando, y reaccionar a ellos algo mejor de como en su momento lo hicieron las discográficas?