De hecho, no es que no soporte leer en un ordenador. Al contrario, he leído y leo mucho de esta manera, prácticamente a diario: noticias, correos electrónicos, blogs, foros, manuales y obras de referencia… La verdad es que no paro de leer en pantalla, pero entre todo este montón ingente de material de lectura consumido en forma electrónica desde hace más años de los que quiero contar, no aparece ni un solo libro, nada que podamos considerar vagamente “literario”: ni una sola novela, ni un ensayo…, nada.
Si analizo mi experiencia, me doy cuenta de que el tipo de lectura en pantalla que practico habitualmente es una lectura más bien utilitaria, en fragmentos más bien pequeños y normalmente alternando con otras actividades en el ordenador, lo que coincide de pleno con las observaciones de Cory Doctorow en un artículo que publicamos no hace mucho.
Sin embargo, aunque no cabe duda de que eso también es lectura, cuando uso esta palabra yo suelo pensar en otra cosa. La lectura “de verdad”, la que me define como lector (y me tengo por un lector empedernido), es una experiencia intensa en la que me aíslo del entorno para sumergirme profundamente en una realidad paralela, una realidad que construyo de manera activa en mi mente a partir de los materiales (el texto) proporcionados por el autor.
Hace cosa de un año y medio publiqué aquí mismo una breve nota con mis primeras impresiones sobre el Sony Reader después de usarlo unos días, y ya entonces llegaba a la conclusión clara de que “sirve para leer”. En el tiempo transcurrido desde entonces he hecho un uso intensivo del aparato, he leído miles de páginas con él y lo he utilizado para leer en el tren, en la cama y, en suma, en todas las circunstancias en que suelo leer un libro, y aquella sensación inicial ha quedado ampliamente confirmada.
Ampliamente. Tras el uso continuado, ahora puedo afirmar que para mí se ha convertido en un accesorio indispensable a pesar de sus limitaciones, porque permite una experiencia de lectura profunda indistinguible de la que permite el libro impreso y aporta además una serie de ventajas innegables.
Ya me parece estar oyendo las objeciones “clásicas”. Sí, los libros de papel tienen un atractivo intrínseco, qué duda cabe, y sé apreciar tan bien como cualquiera un volumen bien editado, pero ahora no se trata de eso. Por poner un ejemplo, las prendas de lana no se impusieron de forma general porque las pieles hubieran perdido su atractivo (de hecho, todavía hay quien las utiliza) sino, cabe suponer, porque cada vez resultaba más costoso conseguir pieles en cantidad suficiente y porque a fin de cuentas la lana es más práctica.
Pues eso. Estos mismos son los argumentos que juegan en favor del libro digital: la economía y la usabilidad.
Si prescindimos de las características físicas del libro que pueden convertirlo (en algunos casos, no siempre) en un objeto deseable por sí mismo y nos centramos en sus características como soporte para la lectura, que es de lo que en realidad se trata, los dispositivos de tinta electrónica aportan ventajas suficientes para acabar imponiéndose por economía y por usabilidad, al menos en segmentos específicos de público, entre los que destaco sobre todo el de los “lectores empedernidos”.
A partir de aquí, las ventajas prácticas son numerosas: el peso, la comodidad, la posibilidad de llevar una biblioteca en el bolsillo… El mayor fallo que encuentro es la imposibilidad de hojear los libros, o al menos de conseguir una experiencia comparable, que en el Sony Reader PRS-505 no es posible. (Aunque podría estar a la vuelta de la esquina.)
Lo cierto es que mi dispositivo es muy de primera generación y aún tiene que evolucionar mucho, pero día a día vamos viendo que esta evolución está en plena marcha. Una mejora importante —que no afecta a la lectura en sí y que ya está disponible en otros aparatos— sería la conectividad. (El modelo que yo tengo debe cargarse a través del ordenador, ya sea mediante cable o copiando los libros a la tarjeta de memoria, y no tiene conexión a Internet.)
Esto ya está resuelto en los nuevos modelos, al igual que la posibilidad de anotar los libros con mis propios comentarios, que es otra característica necesaria. Y una vez comprobado que los dispositivos de tinta electrónica proporcionan un soporte eficaz para la lectura, estos avances abren un mundo de posibilidades nuevas.
En efecto, a la que conectamos el cacharrillo a Internet entramos en otra dimensión, el segundo de los dos planos que mencionaba antes: la práctica social de la lectura, que en buena lógica deberá articularse en torno al concepto del libro en red o, más específicamente, del libro como servicio web.
Y esto por fuerza ha de tener efectos de mayor transcendencia, porque cuando hablamos de cambios en la práctica social de la lectura estamos hablando de cambios en la práctica social de la literatura, que a su vez afectan a la totalidad de la cultura. Cierto que el peso relativo de la literatura ya no es el mismo que en épocas pasadas, pero aún así…
Entre las posibilidades que empiezan a percibirse en esa línea, la que en estos momentos más atractiva me resulta es la de compartir bibliotecas. Esto es algo que venimos haciendo desde siempre con los libros de papel, y es una parte integral de mi vida como lector. La posibilidad de hacerlo ahora con los libros digitales me parece apasionante.
De hecho, el préstamo entre amigos, la capacidad de dar a conocer los libros que nos han interesado o conmovido, ha sido una constante histórica e incluso se podría argumentar que se encuentra en el origen mismo de la literatura, entendida como una institución social en que los lectores han tenido siempre un papel no menos importante —quizá más, según como se mire— que el de los editores o de los propios autores. Me viene a la mente el Genji Monogatari, considerada la primera novela de la historia, y el entorno cultural y social en que apareció… pero en fin, no quiero extenderme más. Creo que queda claro.
Es decir: serán las necesidades de los autores, y sobre todo las de los lectores, las que en definitiva marquen la evolución del libro digital, no las de los editores, que deberán adaptarse a las nuevas prácticas sociales.
La cosa promete.