Es del tamaño de una tarjeta de crédito, tiene nombre de fruta y aspira a lograr algo que hasta ahora nadie ha conseguido: volver a entusiasmar a los niños con la informática. Se trata de Raspberry Pi, un miniordenador con las tripas al aire listo para conectar a un monitor y a un teclado pero tan barato que hasta un adolescente se lo puede permitir. Cuesta 26 euros (35 dólares) y en ocho meses se han vendido casi 700.000 unidades en todo el mundo.
Sus creadores, un grupo de académicos de Cambridge (Reino Unido), constituyeron en 2009 la organización sin ánimo de lucro Raspberry Pi Foundation para promover la idea y revertir una preocupante tendencia: el desplome en el número de estudiantes de ingeniería informática. En España, por ejemplo, las matrículas han caído un 40% desde el 2003 y están en el nivel más bajo desde hace casi dos décadas. Ocurre lo mismo en media Europa y EE.UU. por factores demográficos y laborales, pero también tecnológicos.
“Nuestra hipótesis es que los ordenadores de los 80 eran más básicos y abiertos, cualquiera podía experimentar con ellos y programar. En los últimos 20 años equipos cerrados, no programables, como consolas, móviles o tabletas, han sustituido ese ecosistema. Con Raspberry Pi queremos recuperar esa sensación de experimentar, de programar, y llevarla a la escuela”, explica en conversación telefónica Eben Upton, impulsor del proyecto.
La Raspberry Pi (Raspberry, frambuesa y Pi, del lenguaje de programación Python) es poco más grande que la palma de una mano y contiene los componentes básicos para funcionar: un procesador ARM con una potencia similar a la de un PC del 2003 o un smartphone de gama media; 512 MB de memoria RAM; dos puertos USB y uno ethernet (para conectarse a la Red por WiFi es necesario un pincho USB); salida de audio y vídeo HDMI, para reproducir vídeo en alta definición; microUSB para enchufarla a la corriente (funciona con cualquier cargador USB del móvil); y salida estándar de audio (minijack) y vídeo (conector RCA).
Los usos de la Raspberry Pi son casi infinitos, depende de las ganas y habilidad de cada uno
Una tarjeta de memoria SD almacena el sistema operativo. La placa opera solo con software libre, con varias distribuciones de Linux que se pueden descargar en la página del proyecto. Esperan que pronto pueda ser compatible con Android aunque de Microsoft no quieren saber nada. “Hemos hablado con ellos, pero nuestro procesador ARM no es compatible con la versión RT de Windows 8 y además hay un problema de precio. Si Microsoft quisiera cobrar por el sistema operativo, digamos 50 dólares, la idea ya no sería viable”, dice Upton, de 34 años, antes profesor en la Universidad de Cambridge y ahora directivo en Broadcom, firma que aporta los procesadores.
La fundación que dirige fabrica casi 200.000 unidades al mes. Antes lo hacían en China pero ahora la mayoría se produce desde Reino Unido. Todas se venden, a Europa y EE.UU. principalmente. “Según salen de la fábrica las enviamos, no hay inventario”, sonríe Upton. A ese ritmo superarán pronto el millón de Raspberry Pi vendidas en un año. Y si antes los compradores eran geeks, ahora cada vez más escuelas (unas 150 en Reino Unido), padres y jóvenes se hacen con una, además de empresas que la utilizan para interconectar o gestionar maquinaria industrial.
Los usos de la Raspberry Pi son casi infinitos, depende de las ganas y habilidad de cada uno. Se puede conectar al televisor para reproducir vídeos y contenidos online, permite programar juegos y ejecutarlos, manejar robots o automatizar tareas del hogar como encender la calefacción o la lavadora en remoto. “Muchas escuelas lo utilizan para enseñar a programar con Scratch, un lenguaje de iniciación para niños. Y hay juegos como Minecraft que ya han sido portados a la placa. La idea es que cualquier chaval pueda llevársela a su habitación y experimentar”, explica Upton.
Raspberry Pi no ha sido la primera en llegar, aunque su foco en educación la hace diferente. Otras iniciativas como Arduino, Beagleboard, Hackberry o Cubieboard ofrecen una plataforma parecida, aunque cada una con precio, especificaciones y potencia diferente. Arduino, el proyecto con mayor reconocimiento hasta la fecha, ha producido más de 300.000 placas, cifra que Raspberry Pi supera ya con creces.
Eben Upton reconoce sentirse desbordado por la acogida. De momento son cinco personas a tiempo completo pero en seis meses esperan ser el doble. “Somos una organización sin ánimo de lucro, obtenemos algo de beneficio, no mucho, pero lo reinvertimos todo en aumentar la lista de programas soportados, mejorar el hardware y crear material docente para profesores y estudiantes”, explica.
Los próximos pasos los tiene claros. Por un lado, lanzar en enero el modelo de 25 dólares (19 euros), que vendrá con menos memoria, sin conexión ethernet y un solo puerto USB, y también el módulo de cámara para quienes quieran añadirlo a la placa. Por otro lado, centrarse en su misión educativa.
“Vamos a organizar un concurso con un premio de 1.000 dólares para animar a los jóvenes a mostrar lo que se puede hacer con la Raspberry Pi”, dice Upton. ¿Quieren revolucionar las escuelas? “Son palabras mayores. Me conformaría con que mil jóvenes más de los 10.000 actuales en Reino Unido escogieran estudiar cada año ingeniería informática. Si lo logramos será un éxito tremendo, ya veremos si una revolución”.
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